
Y lloraba sin desconsuelo, tumbada en mi cama, pataleando, con la mesita de noche llena de tisús. Lloraba con el llanto absurdo de la infancia, con lágrimas sin dolor por no saber reconocerlo, con el hipo adolescente, perfeccionado de tanto ensayarlo en la niñez.
Lloraba sin quererlo, sin saber por que... al lado el armario blanco y lleno, impoluto, como los muebles, como mi alma de entonces, sin secretos, con el corazón entero. Lloraba con llanto.
ÉL me oyó y entró en mi habitación, preocupado, asustado, como tantas veces lo volví a ver tiempo después, cada vez que ve mis lágrimas, lleven o no tristeza.
Incómodo, con miedo a tener que abrazarme para consolarme, sin saber que su simple mirada, en mi alma es el infinito amor del consuelo, del acompañamiento, del sentir que mientras viva no estaré sola jamás.
Y adelantando las frases, a su orden de protección ante el dolor que le provoca mi llanto:
- Pero hija, no llores
- aaaaaaaaaaaaah
- ¿por qué lloras? hija no llores....
- aaaaaah, es que, aaaaaah, hip, hip, no tengo nada que ponerme.............................................
Su preocupación siguió, por que cada lágrima mía, supone una cana suya, una brecha en su corazón enorme.
Cuando salió por la puerta, entendí que nadie, jamás me querría más que ÉL.